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                      Cuentiario...

Albas Palmas

 

Albas Palmas  

 

      Debió haberla besado en ese mismo momento, solo que tuvo esta certeza apenas unos segundos más tarde, golpeándole la frente, adhiriéndosele al rostro como una espesa capa de humo. Debió haberla besado en lugar de prolongar ese abrazo que debía ser explosivo y fue discreto. Hechos ya los pertinentes saludos, cruzado el puente inquebrantable que los distanciaba en ese "Adiós" que había sido dicho y era ya irreversible. Ahí estaba una vez más, apretándose contra ella, respirando a sorbos  el perfume tibio que redescubría, que intentaba grabar a fuego en su alma, la fragancia de ese cuello crispado, esa nuca sudada, el  shampoo y, naturalmente  algo de colonia.

 

     Fue inútil apresurar ese último vaso de vino, hacer chocar el hielo contra los labios, contra los dientes. Un trago mas, un vaso menos, estaba ya de todos modos ebrio y era casi un delito buscar en  la base de vidrio grueso, en el fondo de aquel vaso el coraje que le andaba escaseando. Estaba cansado, con las mejillas rojas, se dejaba sostener por la silla de madera sobre la que estaba desplomado. Movía las manos con pesadez y  leve sensualidad, y a modo braille fue tanteando la mesa hasta que su mano dio con una mano de ella, siempre helada, de largos y finísimos dedos y la envolvió acariciándola, recorriéndole con la yema de sus dedos los nudillos relajados, las delgadas falanges, las palmas albas, las uñas para largas cortas, pintadas de azul Francia, las muñecas, donde dos venas violáceas parecían poder estallar de un momento a otro.

 

     Ahora lo comprendía y tampoco era ese el momento, tampoco cuando con timidez, lentamente, como quien recorre un campo minado, hizo descender una mano por debajo de la mesa  -cubierta por un exagerado mantel que colgaban los laterales- y ésta encontró una de las piernas de ella, poso aquella mano que temblaba ansiosa y friolenta mientras la acariciaba con el pulgar. La observaba mientras bebía el vino, ella bebía a su vez en pequeños sorbos, agachaba la cabeza y el renegrido pelo enrulado se le desparramaba sobre el rostro, le caía sobre los hombros y el busto. La miraba y era testimonio de la belleza, un cuadro único e irrepetible. Sonreía y se mordía los labios que después humedecía con la lengua en un movimiento imperceptible. La observaba y por un segundo ella posaba, clavaba  también sus ojos en los de él, que la observaba todo el tiempo, que la deseaba decididamente, con locura, imaginando ese beso que eventualmente tendría que darle como fuera, valiéndose incluso de los recursos más extremos o infantiles. Ahora estaban mirándose fijo, gastándose las pupilas, leyéndose el alma. Permaneció así una fracción de tiempo que se le volvió incalculable.  Sintió que No era el momento.

 

     Logro abstraerse un instante, ser ya no esa mirada cómplice que mucho dejaba entrever y poco decía, alejarse de la escena un tanto ridícula de ellos dos en la última mesa del salón casi repleto, bebiendo un Borgoña helado que les endulzaba la boca espesándoles la saliva, enfriándoles los labios que se tornaban morados.

  Se veía así mismo, se encontraba inseguro, torpe, dubitativo. La veía, la veía bella, increíblemente bella y lejana, sacudiendo rítmicamente la cabeza, agitando la melena azabache donde se reflejaba un aro de luz que descendía de los portalámparas, colgados a docenas de una enorme y brillosa araña de techo que la bañaba, que le alumbraba  los hombros descubiertos, discretamente bronceados, impiadosamente pecosos. Debió haberla besado inmediatamente, pero acaso  hallaba inoportuna cualquier tentativa. Tal vez para ese entonces estuviera ya resignado, prefería evidentemente, superponer ideas, amontonar frases innecesarias.

 

    Ella estiró una mano que le alcanzó la cara y le acarició  con dulzura una mejilla, las miradas se encontraron  una vez más, pero esta vez con una violencia apenas contenida, como dos automóviles colisionando, como una suspensión del tiempo, un estallar de los faroles. Se miraron y fue fuego, se mordían los labios hasta secárselos, tamborileaban los dedos en la mesa, chasqueaban la lengua, cedían a los más salvajes ademanes, se miraron y fue rocío, rocío helado  brotándole de los labios, labios que aquella noche dormirían con sed, con la sensación de los dientes apretados, de lo que pudo haber sido y por capricho del destino o mera cobardía concluiría sin llegar a ser.

 

     Con pesadez y lo suficientemente alcoholizados salieron a los tropezones del bar y caminaron con languidez por un sendero del jardín. Alargaron cada paso, caminaron abrazados un trecho, la sintió una vez más pegándose a  Ã©l, la respiro una vez más, se perdió un instante en el cielo oscuro, en esa luna blanca que ahí estaba y siempre estaría, en el retumbe de las suelas de los zapatos mientras entraban al estacionamiento. Ya cuando levanto la cabeza buscándola con la mirada, buscando la complicidad, que era en fin lo que los unía, la encontró abstraída, pensando del mismo modo que él hacia un instante, en otro lado, sabrá el diablo donde. Prorrumpieron en un abrazo frio y así, volviéndose para verlo una vez más, abrió la puerta del Volkswagen bordó y entró mientras el comenzaba a sentir el vacio de la derrota. Ella encendió el motor mientras deslizaba el vidrio para saludarlo ya por última vez con una mano que movió enérgicamente los dedos, con una sonrisa que exhibió los dientes extremadamente blancos. Así emprendió su marcha, que era también el marcharse de muchas cosas de él con ella, ya que de alguna manera aprecio  que había desnudado su alma ridículamente esa noche donde sintió que irrevocablemente se estaba enamorando de esa muchacha que se alejaba en el auto bordó, escupiendo un humo negruzco.  Volvió por el sendero, esta vez lo encontró apagado, hasta las estrellas brillaban con menor intensidad y luna se alejaba con su rostro cadavérico a  agigantados pasos.  Se aflojo la corbata y se desprendió los gemelos, encendió un cigarrillo y camino por el jardín solitario respirando la noche que se le metía por todos los poros. Creyó por un segundo que todo era realmente absurdo, que todo era relativo tratándose de esa noche y esa luna.

 

 

Algun capitulo...

            Aquel Capítulo de ésta historia

 

 

 

 

         Y aquel Febrero lluvioso parecía enfurecido. Las fuertes ráfagas resultaban amenazantes al pie de las serranías. El cielo era de un oscuro sospechoso, las estrellas que adivinaba a puñados tras las nubes no se veían en aquel cielo azulado con esfumados violáceos, ni las gemelas llovidas. Las nubes espesísimas se superponían, andaban y desandaban, ataban y desataban cada tanto descubriendo una luna de rostro esquelético.
Y si, la verdad es que las cosas de alguna manera habían salido mal, la lluvia había resultado amenazante toda la noche, y justo entrando el amanecer se largó el primer chaparrón. Después de la fiesta nadie, absolutamente nadie quería quedarse ahí arriba, Peter menos que ninguno y Meri… si, la verdad que las cosas de alguna manera habían salido mal, y tenía motivos para estar molesta.
Y el frio dentro del salón era inquietante, entrometiéndose por la ropa. Las colchonetas sobre las que pretendían dormir eran heladas. Al Sr navarro no parecía importarle mucho, dormía discretamente tirado, levemente acapullado, sin hacer ni un sonido al respirar. A Peter se le había mojado todo el pulóver de lana, y las gotas se le metían por las mangas. Una incómoda sensación de cansancio, medias húmedas, resaca, sueño lo invadía. Hacía rato que había visto salir a Meri encamperada y con capucha para afuera. Hacía ya rato desde que hubieran cruzado palabra por última vez.
Peter se asomó, caminó hasta la jaima, se paro acodándose en la estructura de telas mojada, pero no la vio, miró hacia el mirador y a la terraza y no la vió. Así que volvió a su lugar en la colchoneta fría.

Ya era muy entrada la mañana, una esponjosidad de nubes en el cielo blanquísimo, la lluvia era leve, pero constante. 
Juntaron algunos sorbetes y colillas y vasos durante largos minutos. Lo último que hicieron con Fabián antes de que se vaya con el fletero, fue subir una heladera pesadísima y empapada. El sonido estruendoso y penetrante del generador cesó. De a poco todos comenzaron a irse, estaba repleto el salón y así de a poco se fue vaciando. Los sonidistas lentamente levantaron todo hasta que se fueron y no quedo nadie (.…)
Y aquella postal era inmensa, de repente Peter solo quería respirar. Se abrió todo lo que pudo el suéter de lana azul de ella para poder llenar sus pulmones de aire puro. La postal era infinita, se veía el camino del vía crucis, el dique, el pueblo casi completo. Pero sobre todo el cielo, el cielo y las nubes, y sus distintos gases en ebullición. Un manto grisáceo en la altura cubierto de una pincelada de espuma de nubes en índigos. Un dripping de lluvia, constante en diagonal. Un verde abrasador en fulgor y belleza. Arbustos, arboles, enredaderas, flores. En el aire una un aroma a tierra mojada oxigenando los pulmones, un aire helado y envolvente…y sobre todo eso: las gemelas imponentes. Nimio detalle era sus flequillos despeinados, lavados por la lluvia. La montaña era esbelta, alta con un cielo encantador, como un buen par de tetas enormes partiendo la tierra y emergiendo hasta el cielo, donde volaban aves de caza de distinguidas estirpes. La respiración salía de su boca en forma de vapor, quería fumar pero no tenía encendedor. Sacó la lengua e intento beber un poco del agua de la lluvia. La sensación que Peter sentía frente a las gemelas era una tranquilidad plena, pero a la vez sentía que no sería el mismo a partir de ese momento. Voy a extrañar las gemelas- Pensó. De repente, oyó allá lejos un sonido, una piedrita que se movía. Era tan puro el sonido del cerro, con el generador apagado, un movimiento se percibía de lejos; y allá, lejos, tambaleándose un poco, con su habitual caminar, con las manos alejadas del cuerpo y abiertas hacia los costados, con sus manos de larguísimos dedos desplegadas, muy desabrigada y con el rostro pálido fastuoso, Meri venía hacia el mirador.
Hasta que por fin la encontró, no estaba lejos, sino apenas a la salida del restaurante, sentada sobre un tronco de un árbol grueso y deforme. Peter hizo algunos malabares para acomodarse en la misma rama pero más allá, el árbol estaba mojado y resbaloso, por lo que considero firmemente no caerse.
Ahí estaba ella, un poco triste, quizás angustiada, tal vez enojada, pero no indiferente. Un incómodo silencio imperó la escena algunos minutos. Peter apenas pudo mirarla unos segundos. Era tan hermosa. Su mueca era triste y aniñada. Se mordía un poco el labio, en ese gesto habitual de las dentaduras de brackets. Su rostro era divino, y estabas hecho para sonreír. El no entendía porque verlo triste le causaba una sensación tan incómoda (dolor?) ella se levantó lentamente y se alejó hacia el salón. Su mirar, su andar, su manera de hablar eran los de una niña, pero a Peter le resultaba tan sensual, con esas piernas largas y flacas que escondía bajo un pantalón de jean que tranquilamente podrían ser de un chaboncito, y una campera de jogging azul con borravino que ocultaban su cuerpo, el que Peter iba recorriendo y conociendo de a poco, armándolo como un rompecabezas, deseándolo como un adolecente, caminándolo con los dedos o la boca. La veía alejarse con sus piernas largas y adivinaba su cuerpo dorado desnudo, sus lunares y pecas, sus pechos hermosos.
El señor navarro duerme plácidamente, hasta parece disfrutarlo. No emite ningún sonido, Meri tampoco, mira hacia la nada con sus preciosos enormes ojos turquesa vacios, pero nunca del todo, en esos ojos hay duda, en esos ojos hay enojo, hay congoja y rencor, pero hay algo más (¿amor?). No rechaza su abrazo. Hace un frio espantoso, ambos están helados y mojados, sus respiraciones se agitan.
De repente, ese salón parece inmenso, ya no hay nadie en el restaurante ni en ningún lado. Todas las aves se escondieron, todos los caballos se escaparon. Solo son ellos dos abrazados. Primero un juntarse de lana y jogging mojados, frio, luego más cálido.
Hasta que completamente aferrada a él, y apretada a él, y su respiración agitada delataban que estaba llorando. Peter no entendía del todo el motivo de su angustia, pero no importaba. De sus ojos también cayeron algunas lágrimas, de a poco, de a poco, hasta que de repente estaba llorando y bufando y suspirando peor que ella, y así´, abrazados, Peter entendió, o más bien; sintió, que ese abrazo era amor, y era esa complicidad lo que los unía. Quizás Meri lloraba por lo mismo que él, no le importo, al abrazarla y en sus ojos pudo ver que su dolor era honesto. 
Bajaron todos apretados en aquel auto crepitando por los caminos embarrados de bajada. La tela mojada de uno empapaba al de al lado y el cabello de uno a otro. Peter se acurrucó discretamente contra Meri Aprovechando el tumulto y busco una de sus manos, estaba helada, pero poco a poco se fue calentando hasta transpirar. Podía acariciar sus dedos al menos, y eso lo ponía tan feliz. ¡Que ganas de abrazarla tenía!
Pronto llegaron a la cabaña y en un lapso de tiempo inferior a los cinco minutos ya estaban todos acostados y acomodados en sus respectivas camas. Ya abrigados, secos. Esa mañana la miró hasta que se durmió, su rostro era pulcro, de niña, pero también de mujer. Aun los restos del llanto sonrojaban sus mejillas y su nariz estaba tan helada que brillaba. Las pecas en su rostro eran como cristales centelleándole en los pómulos, sus ojos resplandecían, algo rojos por el llanto, pero sonreían, ahora sonreían. Hasta que lentamente se fueron cerrando casi al mismo tiempo que los suyos. Esa mañana vio en aquella postal de hermosura amor en sus ojos, y la amó.

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